Esta es una hermosa historia, que nos cuenta detalles acerca de esta hermosa tradición:
«Cuando de pequeña entraba al cuarto de mi tía tenía que verlo. Permanecía colocado en medio de un librero, rodeado de serias fotos de familia, unos cuantos libros, dos muñecas de porcelana y ya no sé cuántos jarrones de bronce de tamaños diversos. Pero todo era lo de menos, todo giraba en torno a la colorida presencia de aquel objeto. Se trataba, me había explicado ella un domingo al preguntarle, de un árbol de la vida. Lo observaba siempre con la respiración detenida y, durante algunos perdidos segundos en la habitación de mi tía, el árbol parecía moverse frente a la niña que yo era.
Estaba hecho de barro policromado y no había forma de otear de golpe la procesión de pequeñas cosas que lo adornaban. Tenía que pasear primero los ojos de rama en rama e identificar las flores, las hojas, las frutas y los animalitos encaramados en cada una. Luego subía mi atención hasta las seis puntas hechas para sostener velas que nunca aparecieron. Me apartaba del árbol hasta terminar con la mirada en la base, donde se encontraban las únicas figuras humanas en ese universo de arcilla, Adán y Eva. Un lánguido tigre tapaba la desnudez del hombre, una cabra no era suficiente para ocultar por entero lo que la mujer debía esconder. No lo sabía entonces pero mi infancia iba a desaparecer cuando Adán y Eva terminaran en el suelo, hechos trizas.
Al mudarme de apartamento, ya sin tía y demasiados años después, un accidente de cajas de cartón terminó con la única cosa que me había dejado la hermana de mi padre. Me di cuenta, al levantar los pedazos esa mañana, de que eran mis recuerdos los quebrados, los recuerdos de dos mujeres más también. “Antes que a mí, perteneció a tu abuela”, me contó Velia una vez. “Fue un obsequio de bodas, allá, en Izúcar de Matamoros. Se casó en ese tiempo poblano en que los padrinos acostumbraban regalarle a la novia un árbol de la vida. Se lo daban entre bailes y fruta, entre pan, chocolate y guajolotes desplumados, deseándole hijos, felicidad y fortuna en el matrimonio”.
La vida de la abuela no coincidió con la mía, pero la relación que sostuve con su árbol de barro ahora perdido, me hizo querer ir en busca de algo, tal vez de su pasado. Viajé a Izúcar sin pensarlo demasiado.
El pueblo de la abuela
Llegué a una ciudad acalorada, una ciudad llena de acequias. Por su clima, vine a saber, pasó el Virreinato entero rodeada de ingenios donde se producía caña de azúcar, también aguardiente y piloncillo. Me dijeron que la única hacienda que permanece en funciones y todo lo concentra es la de Atencingo. Fue otra en ruinas, la de San Nicolás Tolentino, la que llamó mi atención. Estaba cerca. Quise ir a conocer su silencio antes de andar las calles de mi abuela Gertrudis.
Vi correr sin ganas, a un lado de los muros desvaídos de San Nicolás, el río Nexapa, ese que atraviesa Izúcar de Matamoros de norte a sur. Subí unas escaleras, parecían conducir a ninguna parte, ahí estaba el acueducto. Solía llevarse agua del río pero hoy en lugar de transportar, acumula: retiene maleza, nidos de pájaros y la memoria de mejores días. La pequeña iglesia de la hacienda es la única que todavía sabe de movimiento. A ella acuden, habituados a que el santo patrono se encuentre en medio de despojos, los habitantes del barrio en derredor.
No sé en qué casa de Dios pudo haber contraído nupcias mi abuela. Quizá fue en la Parroquia de Santa María de la Asunción, la que con timidez se levanta en una esquina de la Plaza Principal, adornada con banderas de papel picado ajenas a cualquier cosa que no sea el viento. Más trabajo me cuesta imaginarla vestida de novia en ese otro templo de fachada amarilla y holgadas dimensiones, la Parroquia de Santo Domingo. Un incendio se encargó de llevarse en 1939 el altar barroco frente al que la joven Gertrudis, eso no lo dudo ni tantito, debió haber rezado innumerables veces. Dejé las bancas, el olor a incienso y las imaginarias manos de la abuela haciendo la señal de la cruz, para asomarme a los pasillos del convento a un costado, a sus pinturas murales.
Luego llevé mi curiosidad al otro lado de la acera, al Mercado Miguel Cástulo Alatriste, el mercado con picos en el techo. Su nombre rinde homenaje a ese general que además de pelear con franceses en el siglo XIX, regaló una retahíla de nietos célebres a la historia de Puebla, los hermanos Serdán. No hubo rastro de artesanos o árboles de la vida. Ni ahí ni en otra parte. Pensé que te habías olvidado de tu tradición alfarera, Izúcar, que habías dejado de crear aquello que en mi infancia se llamaba asombro. Acudí, por suerte, a la Casa de Cultura.
Me enteré que las personas de pinceles aún existen, solo que el suyo es un trabajo privado, pintan y duermen en el mismo sitio. Sus talleres, sus sueños, es preciso buscarlos en los barrios. Catorce son los que componen Izúcar, pero si me concentraba en el deSanta Catarina y San Martín Huaquechula encontraría varias familias dedicadas al arte de moldear y colorear el barro. Más lejos del centro se hallaban Elfego Vázquez en el barrio de Los Reyes y Saúl Montesinos en la colonia Lázaro Cárdenas.
Me recomendaron probar también a qué saben las mañanas en otro barrio, La Magdalena. De presentarme muy temprano en la Panadería Juanita, descubriría las creaciones de Pedro Piedra recién salidas del horno de leña: pan rayado, pan de panela, reventadas y palomas, empanadas de arroz y de azúcar.
Un árbol propio
Isabel Castillo, una mujer de pelo blanco y costumbres en la piel amontonadas, me enseñó que los árboles de la vida toman tiempo. No hay moldes, cada elemento está hecho a mano. Las generaciones encima se lo mostraron a ella, sus hijos también lo han asimilado: el del barro es un trabajo amoroso, obcecado. Con la arcilla aún remojada debe quedar lista, en una sentada, la estructura de un árbol, es decir, la vara principal y sus arcos y ramificaciones. Los adornos, las figuras superpuestas aceptan en cambio más calma, se confeccionan de a poco. Una vez modelada la pieza, el barro se deja secar, se cuece, se cubre de blanco, se policroma.
Ese momento, el de la pintura, es el que distingue las cosas que se fabrican en Izúcar de Matamoros. Porque los árboles de aquí, a diferencia de aquellos en Acatlán, también en Puebla, o Metepec, en el Estado de México, están saturados de grecas, puntos y líneas que todo lo cubren. Se dibuja de manera prolija, tupida, sin pausas, como si de una filigrana de detalles se tratara. “Nuestras creaciones no dejan el barro al descubierto”, me dijo Joaquín Balbuena, un hacedor de sencillos árboles de la vida, pero también de arcas de Noé, incensarios y cirqueros que ya nadie más realiza.
Hay quienes han perfeccionado y complicado la técnica, como Martha Hernández y sus hijos en el Taller Alfonso Castillo. Su trabajo circula entre coleccionistas, museos y exhibiciones en el extranjero. Jorge y Ulises, los hermanos detrás de Arte Casbal, experimentan con el oficio del pueblo. Además de avocarse a la creación de piezas convencionales, han querido migrar el arte policromado y sus delicados patrones al cuerpo humano. Eso ya no lo hubiera entendido la abuela, me dije riéndome conmigo misma.
“Cada figura se queda con algo de quien la hace”, me soltó Tomás Hernández con una sonrisa diminuta. Quise ver satisfacción en sus labios. Tenía la mitad del rostro en la luz que de la puerta llegaba y así, a media penumbra, me mostró un árbol muy distinto a aquel con el que crecí. Adán y Eva no aparecían en esa obra dedicada a las cuatro estaciones. Iba a aprender que la imaginación de los artesanos no está constreñida, que los sahumerios y los árboles de la vida son lejano principio en la tradición izucarense de hacer hablar al barro. Los primeros se siguen utilizando en las procesiones que cada barrio hace para rendir homenaje a su santo; los segundos dejaron atrás su condición de obsequio de bodas y evolucionaron para darle cabida a cualquier tema: la muerte, la primavera, el chocolate, las danzas, el mole.
Se sentía humedad en el taller de don Tomás, la culpa es del barro mojado, pensé. En una mesa al centro estaban depositados sus años, el conocimiento de sus manos: ángeles y diablos, catrinas, calaveras en llamas, luchadores, tumbas acompañadas de dolientes y flores, campesinos con sombrero sosteniendo gallos. “Para darle movimiento a los muñecos, para permitirles dobleces y vida, hay que incrustarle hilos de alambre al barro”, me dijo el artesano. En el cuarto contiguo, un par de hombres le daban forma a las hojas que habría de llevar un árbol de vida y muerte. Afuera, en el patio, las hijas del maestro pintaban calaveras.
Ya había escogido mi árbol, uno poblado de máscaras y danzantes. Vislumbré el sitio donde iba a acomodarlo al regresar a casa. Pensé en la niña que iba a tener, la imaginé entrando al cuarto donde estaría ubicado. Y le conté, por adelantado, la historia de mi nuevo tesoro de barro.
Isabel Castillo proviene de una familia de artesanos que desde generaciones atrás se ha dedicado al arte de policromar el barro. “A mí me enseñó mi madre, Catalina, a ella su padre. Comencé jugando a hacer figuritas de barro y, poco a poco, al igual que mis hermanos, le fui tomando cariño al oficio. Recuerdo que mi abuelo iba a las canteras de yeso a traer el polvo con el que después se blanqueaban las piezas. No se podía poner el fondo blanco en las tardes o cuando hacía frío, debíamos esperar al calorcito. Mi abuelo hacía sus pinceles de pelo de burro y las varas eran de carrizo. El barro todavía llegué a amasarlo con los pies, y los colores que usábamos para pintar no eran los de ahora, acrílicos, sino vegetales y minerales”.»
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