Los orígenes de la tradición del Día de Muertos son anteriores a la llegada de los españoles, quienes tenían una concepción unitaria del alma, concepción que les impidió entender el que los indígenas atribuyeran a cada individuo varias entidades anímicas y que cada una de ellas tuviera al morir un destino diferente.
Dentro de la visión prehispánica, el acto de morir era el comienzo de un viaje hacia el Mictlán, el reino de los muertos descarnados o inframundo, también llamado Xiomoayan, término que los españoles tradujeron como infierno. Este viaje duraba cuatro días. Al llegar a su destino, el viajero ofrecía obsequios a los señores del Mictlán: Mictlantecuhtli (señor de los muertos) y su compañera Mictecacíhuatl (señora de los moradores del recinto de los muertos). Estos lo enviaban a una de nueve regiones, donde el muerto permanecía un periodo de prueba de cuatro años antes de continuar su vida en el Mictlán y llegar así al último piso, que era el lugar de su eterno reposo, denominado “obsidiana de los muertos”.
Gráficamente, la idea de la muerte como un ser descarnado siempre estuvo presente en la cosmovisión prehispánica, de lo que hay registros en las etnias totonaca, nahua, mexica y maya, entre otras. En esta época era común la práctica de conservar los cráneos como trofeos y mostrarlos durante los rituales que simbolizaban la muerte y el renacimiento. El festival que se convirtió en el Día de Muertos se conmemoraba en el noveno mes del calendario solar mexicano, iniciando en agosto y celebrándose durante todo el mes.
Para los indígenas la muerte no tenía la connotación moral de la religión católica, en la cual la idea de infierno o paraíso significa castigo o premio; los antiguos mexicanos creían que el destino del alma del muerto estaba determinado por el tipo de muerte que había tenido y su comportamiento en vida. Por citar algunos ejemplos, las almas de los que morían en circunstancias relacionadas con el agua se dirigían al Tlalocan, o paraíso de Tláloc; los muertos en combate, los cautivos sacrificados y las mujeres muertas durante al parto llegaban al Omeyocan, paraíso del Sol, presidido por Huitzilopochtli, el dios de la guerra. El Mictlán estaba destinado a los que morían de muerte natural. Los niños muertos tenían un lugar especial llamado Chichihuacuauhco, donde se encontraba un árbol de cuyas ramas goteaba leche para que se alimentaran.
Los entierros prehispánicos eran acompañados por dos tipos de objetos: los que en vida habían sido utilizados por el muerto, y los que podía necesitar en su tránsito al inframundo.
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